Se han, un poco más tarde, puesto de pie y avanzando, con dificultad, en la oscuridad, entre las viejas baterías y las cubiertas podridas, se han ido aproximando al bayo amarillo viendo, con mayor nitidez a medida que se aproximaban, el resplandor apagado que emitía el pelo amarillento del caballo. Elisa lo ha palmeado en el cuello con suavidad, mientras el Gato, manteniéndose a distancia, observaba en voz alta que la inmovilidad total del caballo, semejante a la de un hombre pegado contra la pared de un túnel mientras pasa a su lado una locomotora a toda velocidad, era un signo de miedo y desconfianza. No había parecido moverse, en efecto, ni un solo músculo del caballo, mientras se habían ido aproximando ni durante los minutos en que estuvieron a su lado. Pero cuando se pusieron a caminar de vuelta hacia la casa, entre los yuyos resecos que chasqueaban en la oscuridad, habían comenzado a oír, otra vez, los sacudimientos metálicos de la cola y el ruido de los vasos chocando contra la tierra, como si todo el cuerpo amarillento se hubiese distendido cuando los extraños se alejaban. […]
Justo en el momento en que entra al dormitorio para buscar el libro que Pichón le ha mandado de Francia, Elisa, que ha estirado con prolijidad la sábana y acomodado la almohada en la cabecera, está sacándose, por la cabeza, el vestido blanco. Sus tetas de bronce se sacuden pesadas, al ritmo de sus movimientos. Elisa acomoda con cuidado el vestido, lo dobla en dos y lo cuelga del respaldar de la cama. Las tiras de las sandalias que mantienen tensas las argollas de bronce apoyadas en el empeine se anudan en las pantorrillas después de entrecruzarse varias veces y la bombacha negra, exigua y transparente, deja ver un triángulo de negrura más intenso y protuberante entre las piernas. Cuando Elisa se da vuelta para colgar el vestido en el respaldar de la cama, el Gato observa que las nalgas blanquecinas escapan por debajo del elástico de la bombacha, que no alcanza a contenerlas del todo: dos franjas de carne espesa que forman un pliegue contra la parte superior de los muslos. Y cuando se inclina un poco, desplegando el vestido en el respaldar, el Gato ve que la tela transparente de la bombacha se estira, tensa, sobre la franja vertical que separa las nalgas: por un efecto extraño, la tela, que a causa de la tensión pierde negrura y se vuelve todavía más transparente, parece contener una especie de niebla difusa, color pizarra, que estuviese subiendo del desfiladero negro. Apoyando su vientre contra las nalgas ligeramente salientes por la inclinación de Elisa, y recogiendo en las palmas de las manos ahuecadas las tetas colgantes, el Gato murmura dos o tres palabras en el oído de Elisa que sacude la cabeza, riendo. Después el Gato se dirige a la mesa de luz, diciendo: "Como la de un caballo, sí" […]
IX Nadie nada nunca